Un buen amigo me ha enviado la reseña de un libro titulado Lo que el dinero no puede comprar, de Michael Sandel, un catedrático estadounidense de Política y Justicia. En ella leo que este autor se ha dedicado a reunir una lista de cosas que, aunque parezca sorprendente, hoy se pueden comprar con dinero.
Al parecer, “se puede conseguir pasar la pena de prisión en una celda mejor que el resto si se pagan 82 dólares por noche en Santa Ana, California”. También “es posible comprar el seguro de vida de un enfermo o anciano, pagando todas sus primas mientras viva, para luego cobrar los beneficios cuando fallezca, lo que implica que cuantos menos años viva, más jugoso es el negocio”. Y, por poner otro ejemplo, se pueden comprar amigos en las redes sociales, por mucho que el procedimiento, de social, parezca tener bastante poco.
La tesis del libro es que “hemos pasado de una economía de mercado a una sociedad de mercado”, y que mientras “la primera sirve para organizar la actividad productiva, la segunda permite que los valores mercantiles impregnen todos los aspectos de la actividad humana”. Sin darnos demasiada cuenta, estaríamos entrando en una inercia económica con “vida propia”, que no tiene el propósito de beneficiarnos como seres humanos. Una inercia que quizás no tenga ni siquiera un propósito, añadiría yo.
El valor de las cosas
De alguna forma, hemos convertido al dinero en el dios del mundo, como decía en el libro que da nombre a este blog, Dinero y conciencia. Por lo tanto, si algo da dinero, se produce, al margen de su aportación a las personas y al entorno natural en el que vivimos… incluso si atenta contra ambos. Aún más grave, si algo no da dinero, por mucho que sea necesario incluso para la subsistencia de seres humanos, en muchas ocasiones no se facilita.
El dinero es una herramienta útil. Su creación fue un avance social -como explicaba en una entrada anterior sobre la historia del dinero- porque facilitó el intercambio de bienes con valor para las personas y multiplicó las relaciones entre los seres humanos. Además, yo no creo que las cosas no deban costar nada, porque la gente que presta productos y servicios que nos alimentan, nos visten o nos enriquecen como humanos, como los autores de libros, deben ver incentivado y recompensado su esfuerzo.
Sin embargo, como sugiere este profesor de Harvard, no es posible que los valores y el dinero sean casi irreconciliables. Estoy sumamente de acuerdo con la famosa y bella frase de Machado “es de necios confundir valor y precio”, porque se ajusta a la realidad. Sin embargo, ¿aspirar a que precio y valor real acaben confluyendo no es la más poderosa vía para construir una economía que sí beneficie a la mayoría de las personas?
Una lista alternativa
“Como hizo mucha gente en 2008, creí que con la crisis tendríamos un nuevo debate sobre el papel de los mercados, pero no ha pasado y uno de mis objetivos es inspirarlo”, leo que dice también Sandel.
Estamos a tiempo de tener este debate y de cambiar. Porque, ¿qué sentido tiene un mercado que no es herramienta para el progreso humano sino reflejo de apuestas y ambiciones poco sensibles? Empecemos dando sentido a nuestro uso del dinero como consumidores o a nuestra actividad como emprendedores. Si el dinero y la economía que movemos cada uno de nosotros responden a nuestros intereses y valores, serán herramientas con sentido, y no esa deidad un tanto absurda.
Habría que hacer una lista de las cosas que el dinero no debería ser nunca capaz de comprar y, para mí, la primera sería nuestra voluntad. El dinero, o su ausencia, no debería dictarnos quiénes somos, sino servir para que otorguemos valor a lo que realmente importa. Debería permitirnos ser libres y compartir nuestra libertad, no quedar presos o recluir a otros, con nuestro dinero, en la injusticia.
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