Desde hace varios años, la Unión Europea se esfuerza por encontrar una definición del concepto “sostenible”. En Bruselas lo denominan “taxonomía y su objetivo es garantizar que el dinero, tanto el del sector financiero como el de los gobiernos, se canalice hacia proyectos ecológicos y sostenibles. Las dos primeras “fichas” de esta hoja de cálculo sobre ecología se pondrán en marcha de forma inminente y se refieren a la adaptación al clima y a la mitigación del cambio climático. Le seguirán otras cuatro, enfocada sen la economía circular y la biodiversidad, entre otras cosas.
Las definiciones incluidas en esas clasificaciones están basadas en la ciencia y se trata de identificar qué inversiones encajan en un mundo sostenible. Ya tenemos mucha información sobre las cuestiones relacionadas con el clima, sobre las estimaciones globales de CO2 y sobre las emisiones causadas por varias actividades, así como sobre las tecnologías que podrían ayudar a que la economía fuera neutra en carbono. Por lo tanto, la primera propuesta de taxonomía se basó en estos conocimientos en gran medida.
Pero eso fue antes de que la política empezase a meterse en el medio. De hecho, la energía nuclear ha pasado a ser ecológica de repente. Lo mismo ha sucedido con el gas natural. Se ha producido un regateo político entre los franceses (energía nuclear) y los europeos del este (gas natural). Se podría argumentar a favor de la energía nuclear que contribuye a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Pero mientras no haya una solución para los residuos, no será sostenible. Y hay que reconocer que el gas natural es mejor que el carbón, pero definitivamente, no es ecológico. Confundir lo menos insostenible con lo sostenible es algo típico de la política europea. Habría tenido sentido introducir una clase adicional para las inversiones "de transición" como, por ejemplo, el gas natural. Pero etiquetarlas como “verdes” es una vía de escape para financiar el “statu quo” como sostenible. Algo que, sin duda, no es así.
Esto va incluso más allá del escenario bastante extremo de la superproducción de Netflix “No mires arriba”. (¡alerta de spoiler!) En esta película se reconoce finalmente la existencia del problema de un meteorito que amenaza con colisionar con la tierra, pero no se gestiona correctamente- El meteorito finalmente impacta y destruye nuestro planeta. En la vida real, va más allá. Tenemos un problema que es el cambio climático, pero la solución evidente de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero lo antes posible es incómoda políticamente. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cambiamos la ciencia?. O, para seguir la analogía de “No mires arriba”, nos limitamos a decir que no llegará o que falta mucho todavía para que llegue y, por lo tanto, no hacemos nada.
Y así “nos cargamos” la taxonomía. Porque si la política recurre de forma tan evidente al greenwashing (ecolavado de cara), ¿cómo evitaremos que las empresas sigan su ejemplo? ¿Y qué significará esto para las siguientes entregas de la taxonomía, que tienen una base científica menos firme en términos de métricas en comparación con el clima? ¿Significa esto que todas las empresas que tienen un cubo de basura son circulares? ¿Cada empresa que tiene un árbol en sus instalaciones contribuye a la biodiversidad? Las respuestas están claras para cualquiera, pero no precisamente gracias a la próxima taxonomía europea.
La realidad política es muy flexible, pero los límites de nuestro ecosistema no lo son. Los compromisos políticos no pueden mover esos límites, solo disfrazan los problemas.
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