Columna de opinión publicada originalmente en Cinco Días.
El año pasado la Comisión Europea puso en marcha un plan de acción de finanzas sostenibles con el objetivo de reconducir al sector financiero europeo.
La idea es alinear a todo este sector en la misma dirección para limitar el cambio climático en el marco de los objetivos del Acuerdo de París sobre el Clima y para aplicar los Objetivos de Desarrollo Sostenible. A través de unas normas financieras más eficaces, se puede animar a las entidades a que sopesen adecuadamente el impacto social de sus actividades y a que mejoren la comunicación con sus clientes y con el público en general.
Pero, como siempre, el desafío está en los detalles. Los responsables políticos saben que estos suelen pasar desapercibidos, y por tanto se llevan a cabo todo tipo de actuaciones que, si fueran de dominio público, serían mucho menos aceptables.
Esto es lo que se está haciendo en la actualidad con la divulgación de información. Según la propuesta original, cada producto financiero tendría la obligación de revelar sus riesgos e impactos sociales y medioambientales. Los inversores comprenderían las consecuencias de sus decisiones en aspectos como el cambio climático o los derechos humanos, de la misma manera que necesitan conocer el riesgo y la rentabilidad financiera de las mismas.
Sin embargo, estamos en una fase en la que las ideas se deben materializar en la legislación. Ahora, aquellos que públicamente apoyaban los principios de transparencia se dan cuenta de que se les podrían aplicar a ellos. Y ¿realmente están dispuestos a revelar todos esos aspectos de los que probablemente no estén muy orgullosos? Entonces se plantean: “¿Por qué no les contamos únicamente lo bueno de nuestros productos y hacemos que estos principios se apliquen únicamente a los fondos verdes?” Y aportan argumentos como que “revelar toda la información resultaría muy difícil y costoso”.
Durante demasiado tiempo, la industria financiera ha tendido a tratar a la ciudadanía de manera paternalista, excluyendo a las personas de las decisiones. Ahora, es necesario que las personas sean conscientes de las consecuencias de sus acciones financieras, para que puedan desempeñar su papel en la transición social. En un momento de frágil confianza en las instituciones, impedir a los ciudadanos su derecho a conocer la relación entre sus inversiones y el medio ambiente y la sociedad sería un duro golpe para aquellos que tratan de empoderar a las personas y a las comunidades.
Existen preocupaciones adicionales sobre lo que los Estados miembros están rechazando. Las inversiones en energías fósiles no se han incluido dentro del plan de acción y el riesgo de que todo el proyecto se convierta en un “lavado de cara” del sector es real. Todos parecen encantados de promover las “finanzas verdes” (sobre todo cuando las iniciativas vienen apoyadas por los gobiernos y unos fundamentos económicos favorables). Pero los activos fósiles son una amenaza para la sostenibilidad a la que Europa sigue contribuyendo y están a punto de pasarse por alto. El mayor riesgo para el cambio climático es esperar demasiado para abordar la transición de las exposiciones financieras más perjudiciales para el medio ambiente. Y existe un conflicto fundamental entre la reducción de los riesgos financieros directos y la reducción de los riesgos ambientales. Esta distinción debe quedar clara para todos. Hay buenos ejemplos en distintos países, como el acuerdo holandés sobre el clima que obliga al sector financiero a medir y reducir la huella de carbono de sus actividades. La UE tiene ante sí la oportunidad de demostrar un liderazgo que resulte proporcionado a la tarea que tiene por delante.
Y cuando se trata de elegir las palabras adecuadas, nos encontramos con la cuestión de la taxonomía: ¿quién decide qué debemos considerar “verde” y qué no? Se está incidiendo para limitar la taxonomía a la definición de lo que es “sostenible”, para dejar sin tratar la financiación de los combustibles fósiles. Además, está aumentando la presión para que la energía nuclear se considere sostenible, así como aquellas carteras que destinan hasta un 50% de sus inversiones a la financiación del sector petróleo y gas. El resultado final de todo esto podría ser una confusión aún mayor.
Tras los ingentes esfuerzos realizados por todas las instituciones, el debate que se ha abierto actualmente con los Estados miembros se ha desviado de lo que de verdad importa: ¿qué puede hacer el sector financiero para contribuir a una transición sostenible e inclusiva?
Hemos demostrado que queremos más medidas en materia de sostenibilidad, que podemos cambiar la retórica de los dirigentes. Pero aún no hemos transformado todo esto en medidas concretas que logren reescribir las reglas del juego, que es donde realmente se puede marcar la diferencia. El rechazo de los Estados miembros a las propuestas del Parlamento Europeo en las últimas semanas no contribuye a que Europa demuestre su liderazgo en la transición de la economía y la sociedad hacia la sostenibilidad. El sector financiero corre el riesgo de socavar la confianza pública al etiquetar oficialmente como “verdes” actividades de financiación e inversiones que no lo son.
En la lucha contra el cambio climático incontrolado, esto podría hacernos perder años de trabajo muy valiosos de los que no podemos prescindir. Y todo ello en un entorno de desconfianza en las instituciones que prolonga aún más la asimetría de información actual que nos impide avanzar. Contamos con políticos, CEO y ciudadanía comprometidos con la lucha contra el cambio climático. Ahora es el momento de hablar claro y conseguir que nuestras voces sean escuchadas donde realmente importa.
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- Imagen: Consejo de la Unión Europea, donde los estados miembros aprueban o rechazan iniciativas legislativas de la Comisión Europea y el Parlamento Europeo. Crédito foto: Unión Europea.
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